LA AUTORA RECUERDA SUS ENCUENTROS CON EL ACTOR DESAPARECIDO EN UN CONSULTORIO DE LA SEGURIDAD SOCIAL

Una tremenda y radical hepatitis no A no B de cósmicas transaminasas contraída en Egipto que, aparte de dejarme como al mandarín del Flan Chino, me obligó a visitas semanales al ambulatorio de la calle de Alonso Cano, me hizo topar con José Luis López Vázquez en carne, gabardina y hueso.

Yo esperaba paciententemente mi turno para la semanal toma de sangre rodeada de personas verdaderamente mayores e imaginariamente enfermas que contrastaban sus dolencias como si de un partido de petanca se tratara o intercambiaran cromos. El tiempo se hacía eterno hasta que el médico tenía a bien abrir consulta. Entonces, veloz como un caballo indostánico y salido de quién sabe dónde, aparecía José Luis López Vázquez, gabardina beige como de los años 50, pantalón de Tergal, gorrito del inspector Closeau de incógnito y docenas de recetas en mano, como un rayo. La enfermera estaba acostumbrada a la rutina porque tomaba del insigne los papeles casi sin mirarle y penetraba en el «sancta sanctorum». Mientras, el actor -con un bigotillo ya muy mermado- sufría con airada paciencia un auténtico baño de multitud que apenas agradecía, jurando por lo bajinis la necesidad imperiosa de huir de allí hacia su cercano domicilio en la Plaza de San Juan de la Cruz y el negocio de flores que su joven mujer regentaba.
La enfermera salía esgrimiendo los numerosos medicamentos de gratis que parecía necesitar y, entonces, haciendo gala de una extraña agilidad para su edad, ponía pies en polvorosa. Aquella figura del grande de las Madres de Todas las Películas reducido al ambulatorio me recordó que no en balde y como Luis José, el hijo del marqués de Leguineche, intentó un día patentar la bandeja con paella, barrita de pan y sangría para cosechar no se sabe qué fortuna ante el Mundial de Fútbol 1982. Que Luis Escobar le tenga en su gloria.