UNA VISIÓN SUBJETIVA DE LA PELÍCULA DE TERRENCE MALICK ESTRENADA EN CANNES

No he entendido los primeros abucheos a «El árbol de la vida». Ni siquiera había finalizado la película. Supongo que sería un respeto el dejar que el filme acabase antes de expresar un posible desagrado. La quinta película de Terrence Malick en treinta años proporciona lo esperado: Una gran sorpresa.

Es una carta a Dios. Se le pregunta dónde estaba cuando el mayor de los niños murió en el frente a los 19 años. Se trata de un hijo ejemplar, con unos ojos impresionantes que indagan, reducido por el absolutosmo militar de un padre férreo que no sabe cómo expresarle su amor. «El árbol de la vida» parte de hace millones de siglos cuando la vida era solo acuática. Cuando las amebas dominaban el universo. Cuando algunos seres se adentraron en la tierra. Y desarrollaron pulmones.
Entonces es cuando Malick nos traslada a la América de los 50 y, a través de la más ejemplar de las familias, nos conduce al drama de una muerte sin razón. Es cuando se evalúa el poder del amor, la razón de la existencia y, en definitiva, nuestra mortalidad.

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Singularmente, Malick, de nuevo, reta todo pronóstico cinematográfico. El filme posee dimensiones kubrickianas, más aún, se atreve con el despertar del cosmos, y se arroja al precipicio de indagar sobre la naturaleza de la muerte. Y el más allá, que recrea bellísimamente al borde del mar, de regreso al agua de nuevo, cuando todos los que se aman son capaces de abrazarse de nuevo, más allá de la muerte.