CON CARMELO GÓMEZ COMO PROTAGONISTA, LA FAMOSA OBRA DE CALDERÓN DE LA BARCA LLEGA CON UN MONTAJE DE HELENA PIMIENTA

Como un desafío entre el honor y la justicia se ha estrenado un nuevo montaje de «El alcalde de Zalamea» de Calderón de la Barca, a cargo de Helena Pimimienta, con el que la Compañía Nacional de Teatro Clásico ha regresado a su sede histórica del Teatro de la Comedia de Madrid, que se había cerrado en 2002 por reformas. Carmelo Gómez, Nuria Gallardo y Joaquín Notario encanezan el elenco.

La Compañía Nacional de Teatro Clásico vuelve así a su sede oficial tras una profunda rehabilitación en la que se han recuperado espacios y creado nuevos equipamientos, así como una nueva sala, situada en la cuarta planta, para representaciones y ensayos.

Como obra maestra del Siglo de Oro español y de la dramaturgia universal de todos los tiempos, «El alcalde de Zalamea» se resiste a la simplificación. Cada época, cada circunstancia, cada geografía, descubre en ella lo que necesita. La CNTC la ha puesto en pie en tres ocasiones y esta vez propone un nuevo acercamiento, con el afán de continuar desvelando al público lo que se esconde tras las palabras de Calderón.

Es una obra sobre el amor porque el autor pone el acento en el desamor. Es una obra sobre la justicia porque predomina la injusticia. Lo es sobre el honor como opinión de los demás, como virtud militar, o como conciencia y dignidad personal y, con demasiada frecuencia y demasiado pronto, hacen acto de presencia el deshonor, el abuso, el fingimiento. Y ¿qué decir de la excepcional construcción de los personajes? Contradictorios, como siempre en Calderón. También grandes, desenvolviéndose en medio de un turbión que se inició con los primeros versos de la obra, tratando de mantenerse en pie para llegar al final de su vida teatral trasladando al espectador la idea de que, a pesar de todo, la vida sigue.

La acción comienza a las afueras de Zalamea, un pueblo de Badajoz. La soldadesca y los pícaros que los acompañan, Rebolledo y la Chispa, se quejan de las largas jornadas y entretienen el camino con bromas y canciones. A la vista del campanario del pueblo hacen un alto, pero no saben si podrán quedarse, aunque enseguida llegan el capitán Álvaro de Ataide y su sargento, que les comunican que descansarán allí unos días mientras esperan a que llegue el jefe de la expedición, don Lope de Figueroa, y con él el resto del ejército. El sargento aposenta a los soldados en las casas del pueblo, llevando al capitán a la de Pedro Crespo, el labrador más rico del lugar, para que disfrute de la belleza de su hija Isabel. Sin verla, el capitán la desprecia por ser villana. Don Mendo y su criado Nuño aparecen en escena, paseando la calle de la casa de Crespo. Mendo es un hidalgo empobrecido que apenas tiene qué comer, pero que se empeña en guardar las apariencias; aunque está muy interesado en Isabel, parece que no quiere pedirla en matrimonio para no unir su sangre noble a la de una villana, aunque el dinero de Crespo sería su salvación. Isabel no le hace ningún caso. El sargento informa a Pedro Crespo y a su hijo Juan de la obligación de acoger en su casa al capitán don Álvaro, cosa que Crespo acepta como súbdito leal que es. Cuando Juan sugiere a su padre que podría evitárselo comprando un título de nobleza, Crespo (orgulloso de su ascendencia y condición de villano) rechaza esa posibilidad por considerarla una hipocresía. Crespo, padre precavido, manda a su hija que mientras el militar esté en su casa se retire con su prima a un desván para que él no pueda verla; Isabel, que ya lo había pensado, lo acepta con naturalidad y convencimiento.